Desde que me convertí en madre de un adolescente, uno de mis grandes miedos respecto a la crianza siempre ha sido , cómo poder evitar el impacto negativo de internet.
Evitar que vea contenido que no sea apropiado y así proteger su infancia lo máximo posible; las interminables horas enganchado a la pantalla y perder la conexión con él; el posible ciberacoso de compañeros o gente que ni conoce…. Todo esto hacía que no pudiera dormir por las noches. Hasta que dije ¡basta!
Después de investigar vi claro que la solución era el control parental.
Pensé, ingenua de mí, que sería algo sencillo: instalar una aplicación, bloquear un par de cosillas y listo.
Un clic y mi hijo estaría protegido del caos digital.
Pero nadie me contó la otra parte de la historia: que el verdadero “control parental” no tiene tanto que ver con la tecnología, sino con el tiempo, la paciencia y la conversación constante que debes mantener con tus hijos.
Al principio me sentí poderosa. Configuré filtros, establecí horarios, bloqueé webs “inapropiadas” y revisé cada aplicación que quería instalar. Me creí hacker, la inspectora y guardiana digital, todo en uno. Pero pronto entendí que esto no era algo que se hace una vez y se olvida.
Las plataformas cambian, las apps nuevas aparecen cada semana, los niños aprenden rápido (mucho más rápido que los padres por suerte o por desgracia) y de pronto descubres que el control parental no es una herramienta, sino una tarea diaria.
No me habían contado lo que implica actualizar todo eso. Que las apps que ayer funcionaban hoy ya no filtran igual. Que hay que leer, informarse, ajustar configuraciones, probar de nuevo y esto una y otra vez….
Y sobre todo, que el control parental sin diálogo se convierte en una barrera que tarde o temprano los hijos intentan o logran esquivar.
Así que aprendí a acompañar más y a “controlar” menos. Empecé a hablar con él sobre lo que ve, lo que le llama la atención, lo que le incomoda. Porque proteger no es solo bloquear: es enseñarles a elegir.
Y sí, sigo usando herramientas digitales (sería ingenuo no hacerlo), pero ahora sé que el trabajo real está en estar presente, en escuchar, en no rendirme cuando me siento desbordada por la cantidad de opciones y configuraciones.
El control parental, en realidad, debería llamarse “acompañamiento parental”.
Nadie me contó lo cansado que sería. Tampoco lo mucho que iba a aprender en el proceso.